Postdata: ¿un pueblo sin tierra, una tierra sin pueblo?
Algunas respuestas a mis críticos
Por: Shlomo Zand
“Y las diásporas que se disuelven al reagruparse en Israel todavía no constituyen un pueblo; (serían) simplemente una población y un grupo de seres humanos desparramados, sin lenguaje, educación o raíces, si es que no fueran alimentados por la visión de una nación.”
David Ben-Gurión – Renacimiento y destino de Israel. 1950
Escribí Cuándo y cómo se inventó el pueblo judío en idioma hebreo, y naturalmente las primeras críticas fueron hechas en ese idioma. La publicación del libro en francés y luego en inglés dio lugar a una ronda de respuestas adicionales, y no podré –en el contexto de estas páginas- presentar un espectro de argumentos y defensas suficientes para responder a todas.
En particular, me siento más bien desarmado ante el argumento de que todo lo que escribí es a la vez ya conocido y completamente falso. Por esta razón elegí enfocarme en ciertas objeciones claves que se hicieron a la meta-narrativa perturbadora esbozada en mi libro.
En primer lugar, y para esquivar malos entendidos: lejos de haber sido mi intención la de escribir una historia de los judíos, básicamente me lancé a criticar construcciones y conceptos historiográficos que han sido largamente prevalentes en esta área de estudio. Propuse entonces ciertos criterios que hacen posible definir el concepto de nacionalidad que sirvió de canción de cuna para el Estado de Israel, y a la cual los historiadores han contribuido tanto. La colonización sionista ciertamente no se pudo haber emprendido sin una preparación ideológica que diera lugar al florecimiento y cristalización de mitos. Es también necesario enfatizar que la construcción histórica que ha alimentado nuestros mitos nacionales no es especialidad de la empresa sionista, sino que forma una parte intrínseca de la formación de la conciencia colectiva a lo largo del mundo moderno. Todos saben hoy por hoy que una memoria nacional no puede nacer sin la devota participación de “conmemoradores certificados”.
“LOS JUDÍOS HAN EXISTIDO SIEMPRE COMO UN PUEBLO”
Recurrir al fluido término “pueblo” ha sido suficientemente común en la era moderna. Si en un distante pasado esta palabra fue aplicada a grupos religiosos tales como “el pueblo de Israel”, “el pueblo cristiano”, o “el pueblo de Dios”, en tiempos modernos ha servido más para designar colectivos humanos que tienen elementos laicos y lingüísticos en común. En un sentido general, antes del advenimiento de la imprenta, de los libros y de la educación estatal, es muy difícil usar el concepto de “pueblo” para definir a un grupo humano. Cuando las líneas de comunicación entre tribus o aldeas eran débiles y poco fiables, cuando la mezcla de dialectos variaba entre un valle y el próximo, cuando el restringido vocabulario disponible al agricultor o pastor abarcaba apenas un poco más que su trabajo y sus creencias religiosas, la realidad de la existencia de pueblos en este sentido puede ser seriamente cuestionada. El definir una sociedad de productores agrarios analfabetos como a un “pueblo”, siempre se me ha ocurrido como problemático y como portador del sello distintivo de un anacronismo perturbador.
Entonces, la definición del Reino Asmoneo como la de un Estado-Nación, como la encontramos en libros de texto de historia sionista, provoca una sonrisa. Una sociedad cuyos gobernantes hablaban arameo, mientras que la mayoría de sus súbditos se expresaban en una variedad de dialectos hebreos, y en la que los mercaderes del reino hacían sus negocios hablando la lengua griega koiné, de ninguna manera constituía una nación, y podemos seriamente cuestionar si es que puede ser definida como un pueblo.
Los historiadores -siempre dependientes de la palabra escrita, tal como ésta fue transmitida por los centros de poder intelectuales de una cierta época- se han visto inclinados precipitadamente a generalizar, y a aplicar a sociedades enteras las identidades de una delgada capa de “élites” cuyas acciones quedaron registradas en documentos escritos. En Reinos y Principados dotados de una lengua administrativa, el grado de identificación con el aparato administrativo bera -para la gran mayoría de sus súbditos- muy a menudo cercano a cero. Si alguna forma de identificación ideológica con el Reino pudo haber existido, ésta era la de los nobles con tierras y la de las élites urbanas que aceptaban a los gobernantes y les proveían una base a su poder.
Antes del advenimiento de la modernidad, no existía ninguna clase de individuos cuya misión fuera la de expresar o representar la opinión del “pueblo”. Con la excepción de los historiadores o cronistas de la monarquía, los únicos intelectuales preocupados por transmitir y desarrollar una identidad entre amplios estratos de la población eran los miembros del clero. El grado de relativa autonomía que estos últimos conseguían obtener en relación a los gobernantes dependía en la fortaleza de la fe religiosa y sus fundamentos. El poder de los “agentes” de la religión dependía tanto del nivel de solidaridad ideológica como de la intensidad de comunicación que existía entre ellos: por un lado ellos mantenían la fe, mientras que eran ellos por otro lado los únicos en transmitir y formar la memoria colectiva. Es por esto que los Berberiscos que se convirtieron al judaísmo en las Montañas Atlas sabían más acerca del Éxodo de Egipto y las Tablas entregadas a Moisés en el Sinaí que lo que sabían acerca del príncipe que los gobernó desde una capital
distante; igual que los campesinos del reino de Francia estaban más familiarizados con la historia de la Navidad que con el nombre de su propio rey.
Hace quinientos años no existía el pueblo francés; no más de lo que existía el pueblo italiano o vietnamita. Y de la misma manera, no existía un pueblo judío desparramado por todo el mundo. Ciertamente existía -fundada en ritos religiosos y fe- una importante identidad judía, de variable fortaleza de acuerdo al contexto y a las circunstancias. Cuanto más alejados de la práctica religiosa estaban los componentes culturales de esas comunidades, tanto más se asemejaban a las prácticas culturales y lingüísticas de su entorno no-judío.
Las considerables diferencias en la vida diaria de las distintas comunidades judías forzó a los historiadores sionistas a nfatizar un solo origen “étnico”: la mayoría de las poblaciones judías, si no todas, supuestamente derivaban de una sola fuente, aquella de los antiguos hebreos.
Ciertamente, la mayoría de los sionistas no creían en una raza pura; como expliqué en este libro, la religión judía no permitía tal idea. Y sin embargo casi todos estos historiadores se refirieron a un origen biológico común como el criterio decisivo de pertenencia a un solo pueblo. Así como los franceses fueron persuadidos de que sus ancestros fueron los galos, y los alemanes valoraban la idea de que ellos descendían directamente de los arios teutones, así los judíos tenían que saber que ellos eran los auténticos descendientes de los “hijos de Israel” que salieron de Egipto. Sólo este mito de ancestros hebreos pudo justificar el derecho que ellos reclaman sobre Palestina. Mucha gente está todavía convencida de esto aún hoy. Todos saben que –en el mundo moderno- pertenencia a una comunidad religiosa no otorga derechos a un territorio, mientras que un pueblo “étnico” siempre tiene una tierra que puede reclamar como su herencia ancestral.
Esta es la razón por la cual, en los ojos de los primeros historiadores sionistas, la Biblia dejó de ser un impresionante texto teológico y se transformó en historia secular, cuya enseñanza es todavía dispensada a todo alumno judío israelí en clases especialmente designadas, desde el primer año de escuela primaria hasta su graduación en la escuela secundaria. De acuerdo con estas enseñanzas, el pueblo de Israel no estaba ahora compuesto por aquellos elegidos por Dios, sino que se convirtió en una nación creada de la semilla de Abraham. Y entonces, cuando la arqueología moderna comenzó a mostrar que no hubo tal Éxodo de Egipto, y que la grandes, unificadas monarquías de David y Salomón nunca existieron, se encontró con una agria y vergonzosa reacción por parte del público laico israelí. Algunos ni siquiera se inmutaron al acusar a los “nuevos arqueólogos” de “negar la Biblia”.
EXILIO Y MEMORIA HISTÓRICA
La secularización de la Biblia fue conducida en paralelo con la nacionalización del “exilio”. El mito que recontaba la expulsión del “pueblo judío” por parte de los romanos se volvió la suprema justificación para reclamar derechos históricos sobre Palestina, a la cual la retórica sionista transformó en “la tierra de Israel”.
Tenemos acá un ejemplo particularmente pasmoso de moldeo de una memoria colectiva. Por lo tanto, a pesar de que todos los especialistas en historia hebrea antigua saben que los romanos no deportaron a la población de Judea (no hay ni siquiera el más mínimo trabajo de investigación histórica en este asunto), otros, individuos menos calificados, han estado –y por lejos continúan estando- convencidos de que el antiguo “Pueblo de Israel” fue desarraigado a la fuerza desu patria, como se declara solemnemente en la Declaración de Independencia del Estado de Israel.
Historiadores sionistas tomaron el término “exilio” (Golá o Galut en hebreo), el cual en la religión judaica expresaba un rechazo a la salvación cristiana, y le dieron un sentido físico y político. Con cierto estilo, transformaron la profunda polaridad metafísica y teológica de “exilio/redención” en “exilio/patria”. A lo largo de siglos, los judíos añoraron arduamente a Sión, su ciudad santa. Pero nunca se les ocurrió, ni siquiera a aquellos que vivían en las cercanías, el ir allí y establecerse en el curso de sus vidas terrenales (1). Es ciertamente difícil vivir en el corazón de un lugar santo, y lo es mucho más cuando la pequeña minoría que vivía allí estaba muy consciente de cómo ellos continuaban viviendo en el exilio: no debemos olvidar que sólo la venida del Mesías les permitiría alcanzar la Jerusalén metafísica, junto con todos los ya muertos.
Este es el punto en el que hay que hacer una aclaratoria: muy por el contrario a lo que varios críticos han reclamado, yo no escribí este libro a efectos de desafiar los derechos históricos de los judíos a Sión (2). Ingenuamente yo creía, hace unos años, que el Exilio había realmente tenido lugar en los tempranos años de la Era Cristiana. Pero nunca pensé que dos mil años de ausencia confirieran derechos sobre la tierra, mientras que mil doscientos años de presencia otorgaban ningún derecho a la población local.
A nadie se le ocurriría negar la existencia de los Estados Unidos porque pueblos indígenas fueron robados de sus tierras cuando la nación se formó. Nadie reclamaría que los conquistadores normandos deberían ser expulsados de las Islas Británicas, o que los árabes deberían ser traídos de regreso a España. Si queremos evitar transformar el mundo en un gigante hospital siquiátrico, debemos resistir el impulso de re-distribuir poblaciones de acuerdo a algún modelo histórico.
Israel puede hoy reclamar el derecho a existir simplemente con aceptar que un doloroso proceso histórico condujo a su creación, y que cada intento de desafiar este hecho va a producir nuevas tragedias.
¿SON LOS PALESTINOS DESCENDIENTES DE LOS ANTIGUOS JUDÍOS?
¿Qué pasó con la población de Judea si no fue sometida al exilio? Fui acusado de sostener que los palestinos de hoy son sus descendientes directos. Esta no es ciertamente una idea que se me ocurrió a mí. En mi libro cité las declaraciones de prominentes líderes sionistas, incluyendo David Ben-Gurión, Itzjak Ben-Zvi e Israel Belkind, quienes todos creían que los “felahs” que encontraron en los tempranos años de la colonización eran descendientes del antiguo pueblo judío, y que las dos poblaciones debían ser reunidas. Ellos sabían perfectamente que no hubo exilio en el primer siglo DC, y lógicamente concluyeron que la gran masa de judíos se había convertido al Islam con el arribo de las fuerzas árabes al comienzo del siglo VII. David Ben-Gurión más tarde llegó a expresar una posición completamente diferente -cuando ayudó a escribir el borrador de la Declaración de Independencia del Estado de Israel- sin explicar jamás su retractación.
De mi parte, yo creo que los palestinos de hoy derivan de una variedad de orígenes, tal como todos los pueblos contemporáneos. Cada conquistador dejó su marca en la región: egipcios, persas y bizantinos, todos fertilizaron a las mujeres locales, y muchos de sus descendientes deben estar todavía allí. Aun así (aunque esto no es tan importante en mi punto de vista), yo creo que el joven Ben-Gurión estaba en lo cierto –aunque impreciso: es muy probable que un habitante de Hebrón sea más cercano en su origen a los antiguos hebreos que lo que lo son la mayoría de aquellos en todo el mundo que se identifican a sí mismos como judíos.
EL ÚLTIMO RECURSO: UN ADN JUDÍO
Después de agotar todos los argumentos históricos, varios críticos han recurrido a la genética. La misma gente que mantiene que los sionistas nunca se refirieron a una raza, concluyen sus argumentos invocando un gen común judío. Su razonamiento puede ser resumido como sigue: “no somos una raza pura, pero somos igual una raza”.
En los años 1950 hubo en Israel investigaciones sobre huellas digitales judías características; y desde los ’70, biólogos en sus laboratorios (a veces incluso en EEUU) han buscado una marca genética común a todos los judíos. Yo comenté en mi libro su falta de datos, la frecuente evasividad de sus conclusiones y su ardor etno-nacionalista, el cual no tiene apoyo en ningún descubrimiento científico serio.
Este intento de justificar el sionismo a través de la genética es reminiscente de los procedimientos de antropólogos de finales del siglo XIX quienes se plantearon descubrir características específicas de los europeos.
Hasta hoy, ningún estudio basado en muestras de ADN anónimo ha tenido éxito en identificar una marca genética específica a los judíos, y no es probable que algún estudio alguna vez lo haga. Es una ironía amarga el ver a los descendientes de sobrevivientes del Holocausto plantearse encontrar una identidad biológica judía. ¡Hitler hubiera estado ciertamente satisfecho! Y es aún más repulsivo que este tipo de investigación se desarrolle en un Estado que durante años se halla emprendido en una política declarada de “judeización del país”, en el que aun hoy a un judío no le está permitido casarse con un no-judío.
CONVERSOS, JÁZAROS E HISTORIADORES
Casi ninguna crítica académica ha contradicho mi afirmación de que no hubo un exilio forzado de un pueblo judío en el primer o segundo siglo DC, y la mayoría de los críticos están perfectamente conscientes de que la Biblia no es un libro de historia.
Pero la sección de mi libro dedicada al tema de los Jázaros (o Khazarios) ha atraído muchos críticos: “todos leímos acerca de los Jázaros cuando niños…es un mito desgastado e infundado…el escritor antisemita Arthur Koestler lo inventó…los árabes lo han estado diciendo por mucho tiempo…”, etc. Lo que es particularmente impactante acerca de estas respuestas es que provienen de críticos quienes no tienen ni una palabra que decir acerca de las conversiones impuestas por los Asmoneos sobre sus vecinos, ni de las masivas conversiones realizadas en la antigüedad alrededor de la cuenca mediterránea (3), ni de Adiabena en la Mesopotamia, ni de la conversión del Reino Himyarita al sur de la península arábica, ni de los Berberiscos judaizados del norte de África.
Contrario a concepciones modernas, desde el siglo II AC, hasta los comienzos del siglo IV DC, el judaísmo era una religión proselitista, dinámica y en expansión, y no hay datos que puedan refutarlo. El retiro comunitario fue un fenómeno muy posterior, cuando la persistencia de minorías judías -dentro del ahora dominante mundo cristiano y musulmán- era condicional a la cesación de todo proselitismo judío. Pero en las religiones “paganas”, el judaísmo continuó atrayendo nuevos seguidores, lo cual nos lleva al asunto de los Jázaros.
El Reino Khazario fue el último en convertirse al judaísmo, muy probablemente en el siglo VIII DC. Hasta aquí esto no tiene disputas, pero la ira de los historiadores sionistas se desató con el intento de conectar la muy sustancial presencia judía en Europa oriental con el rompimiento del Reino Jázaro y la emigración de sus súbditos judíos hacia Ucrania, Rusia, Polonia y Hungría. Es importante tener en mente, de todas maneras, que la tesis que sostiene que la fuerte presencia demográfica judía en estas regiones sería incomprensible sin la existencia de un Reino Khazario judío, no fue inventada por Arthur Koestler, cuyo único problema fue que se demoró en publicar su libro The thirteen tribe. En riguroso hecho, a través de los años 1960 casi todos los historiadores, incluyendo los sionistas, apoyaban esta posición, y yo cito a algunos de éstos en mi libro(4).
Ben-Zion Dinur, el padre de la historiografía israelí, así como exministro de educación, llamó a Khazaria “la madre diáspora, la madre de uno de las diásporas más grandes, de Israel en Rusia, Lituania y Polonia”. De acuerdo con el historiador judío estadounidense Salo Baro, quien no escondía sus simpatías por Israel:
Antes y después de la conmoción mongólica, los Khazarios mandaron muchos vástagos hacia las ignotas tierras eslávicas, ayudando de última a construir los grandes centros judíos de Europa oriental…durante el medio milenio de su existencia (740-1250), sin embargo, y sus secuelas en las comunidades del Este de Europa, este notable experimento en Estatismo judío sin duda ejerció una influencia en la historia judía mayor de la que podemos todavía envisionar. Desde Khazaria los judíos comenzaron a dispersarse hacia las estepas de Europa oriental, tanto durante el período de prosperidad de su país como en el de su declinación.
Cuando el gran historiador Marc Bloch tuvo que adoptar una definición de los judíos, los describió como “un grupo de correligionarios originalmente reunidos desde cada rincón del mundo Mediterráneo, Turco-Khazario y Eslavo” (5).
El trabajo más importante que demuestra que el origen de la mayoría de los judíos de Europa oriental descansa en las tribus Turcas y Eslavas del Reino Khazario es el de Abraham Polak, profesor y fundador del Departamento de Historia de Medio Oriente en la Universidad de Tel Aviv.
En lo que respecta al “problema Khazario”, la diferencia entre sionistas y no-sionistas es que los primeros adelantan la improbable tesis de que la masa de judíos en el Reino Khazario vinieron de “Eretz Israel”, y buscaron de preservar en su nueva tierra el principio de la descendencia de Abraham.
Tal vez todos estos historiadores están equivocados. Pero en todo caso, la conexión entre los judíos conversos del gran reino khazario y el desarrollo del “pueblo Idish” en Europa oriental no fue objeto de ningún estudio serio desde los escritos de Abraham Polak en los años 1940. Ningún descubrimiento histórico ha visto la luz, ninguna investigación se ha hecho desde entonces para mostrar o explicar cómo, de una pequeña minoría judía en Alemania occidental, una masiva emigración estuvo en posición de generar, a principios del siglo XVIII, una presencia de más de tres cuartos de millón de judíos solamente en la comunidad Polaco-Lituana (sin Rusia, Ucrania oriental, Rumania, Hungría y Bohemia). Un número enorme incluso anterior al repunte demográfico de los siglos XIX y XX.
Los cálculos de varios demógrafos sionistas sosteniendo que los judíos se multiplicaban diez veces más rápido que sus vecinos -en particular porque se lavaban las manos antes de cada comida- son totalmente carentes de basamento (6). Hasta que una nueva y creíble tesis venga a refutarlo, solamente la existencia en el Este de un reino judío medieval es capaz de explicar esta “explosión” demográfica, sin equivalente en ninguna otra región del mundo en ese tiempo. Además, investigaciones filológicas recientes han mostrado cómo los orígenes de la lengua Idish difieren de los del dialecto judeo-germano de los guetos de Alemania occidental.
Sin embargo, en tiempos de descolonización global y del ascenso del movimiento nacional palestino, mientras Israel mantenía el control sobre la totalidad del área entre el Mar Mediterráneo y el Valle del Río Jordán, no era posible dejar lugar a dudas sobre los orígenes de los conquistadores de Jerusalén: todos ellos, o por lo menos la gran mayoría de ellos, tenía que ser presentado como siendo descendientes de los reinos de David y Salomón. Y así los judíos Jázaros fueron expulsados de la historia dos veces: primero por la historiografía soviética después de la Segunda Guerra Mundial, y luego por la historiografía sionista luego de la guerra de Junio de 1967. En ambos casos, la necesidad ideológica reconstruyó la memoria nacional.
NEGANDO LA EXISTENCIA DE UN PUEBLO ISRAELÍ
Fui acusado de negar la existencia del pueblo judío (7), y tengo que reconocer que esta aseveración, aunque a menudo cargada con un evidente y ofensivo sesgo acusatorio que insinúa una equivalencia con la atrocidad que constituye la negación del Holocausto -no es totalmente infundada.
La pregunta que se debe hacer es: ¿acaso el lento surgimiento de líneas de comunicación más amplias y confiables que nunca, a través de las cuales poblaciones enteras comenzaron a forjarse a sí mismas como pueblos, en el contexto de reinos centralizadores y embrionarios Estados-Nación, crearon un pueblo judío? La respuesta es negativa.
Con la excepción de Europa oriental, donde el peso demográfico y la estructura excepcionalmente distintiva de la vida judía alimentaron una forma específica de cultura popular y lenguaje vernáculo, ningún pueblo judío –como única, cohesiva entidad- apareció nunca. El partido Bund, el cual representaba una de las expresiones “proto-nacionales” de la población judía de Europa oriental, entendió que las fronteras del pueblo cuyo representante y defensor se planteó ser coincidían con aquellas del idioma Idish.
Es interesante, por demás, notar que los primeros sionistas destinaron Palestina para los judíos del mundo de habla Idish, y no para ellos mismos; ellos buscaban por su parte ser propiamente Ingleses, Alemanes, Franceses o Americanos, e incluso se unieron apasionadamente en la guerra nacional de sus respectivos países.
Si no hubo una cosa llamada pueblo judío en el pasado, ¿tuvo éxito el sionismo en crearlo en tiempos modernos?
En todas partes del mundo donde las naciones se formaron; en otras palabras, donde grupos humanos reclamaron soberanía para ellos mismos o lucharon por preservarla, pueblos fueron inventados y dotados de largos antecedentes y distantes orígenes históricos. El movimiento sionista procedió de la misma manera.
Pero si el sionismo tuvo éxito en imaginar un pueblo eterno, no se las arregló para crear una nación judía mundial. Hoy, judíos en todas partes tienen la opción de emigrar a Israel, pero la mayoría de ellos ha elegido no vivir bajo soberanía judía, y prefiere retener tras nacionalidades.
Si el sionismo no ha creado un pueblo judío mundial, y aún menos una nación judía, ha dado, sin embargo, nacimiento a dos pueblos, e incluso a dos nuevas naciones que desafortunadamente rehúsa reconocer, considerándolos vástagos ilegítimos.
Existe hoy un pueblo palestino; creación directa del colonialismo, que aspira a su propia soberanía y lucha
desesperadamente por lo que queda de su patria. Asimismo existe un pueblo israelí dispuesto a defender con entrega total su independencia nacional. Este último, a diferencia del pueblo palestino hoy, no goza de ningún reconocimiento, a pesar de que tiene su propio lenguaje, su sistema general de educación, y una herencia artística en literatura, cine y teatro que expresa una vigorosa y dinámica cultura laica.
Los sionistas a lo largo del mundo hacen donaciones a Israel, y aplican presión sobre los gobiernos de sus países en apoyo a las políticas de Israel, pero más que a menudo no entienden el lenguaje de la nación que se supone es de ellos, se abstienen de unirse al “pueblo que ha emigrado a su patria”, y declinan de mandar a sus hijos a tomar parte en las guerras del medio oriente.
En momentos en que estas líneas son escritas, el número de inmigrantes israelíes a países occidentales es mayor que aquel de los sionistas asentándose en Israel.
Sabemos también que si hubieran podido escoger en su momento, la gran mayoría de judíos que dejaban la URSS hubiérase mudado directamente a los EEUU, tal como los judíos que hablaban Idish de Europa oriental hicieron un siglo antes. (Es más: ¿hubiera el Estado de Israel nacido si los Estados Unidos de Norteamérica no hubieran cerrado sus fronteras a los inmigrantes de Europa central y oriental en los años 1920, una política implacablemente mantenida durante la década siguiente contra los refugiados escapando la persecución nazi, y aún durante las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial hacia los judíos que escapaban de Europa?).
El medio oriente es hoy probablemente la región más peligrosa del mundo para aquellos que se consideran a sí mismos judíos. Entre las razones de esto está la negación de los sionistas a la existencia de un pueblo israelí, a quien ellos consideran simplemente como una cabeza de puente de un “pueblo judío” ocupado en la colonización que debe continuar, y a quienes los sionistas prefieren envolver en una ideología etnocéntrica auto contenida.
NACIONALIDAD ÉTNICA Y EL ESTADO DE ISRAEL
A medida que dan sus primeros pasos, casi todas las nacionalidades son guiadas por el sueño de personificar la concientización y memoria de un pueblo “étnico”. La necesidad de definir a un grupo nacional dio origen a conflictos a lo largo del siglo XIX, algunos de los cuales continúan en varios lugares hoy. En la mayoría de los Estados-Nación liberaldemocráticos, una concepción civil y política de nacionalismo ha eventualmente triunfado, mientras que en otros, una definición etnocéntrica de pertenencia y de propiedad del Estado se ha mantenido dominante.
El sionismo, nacido en Europa central y oriental, de manera inequívoca asemeja las corrientes etno-biológicas y etnoreligiosas prevalentes en el ambiente de donde se origina.
Los contornos de la nación no son vistos como tendidos por el lenguaje, una cultura laica cotidiana, presencia en el territorio y un deseo político de integración en el colectivo. En cambio, el origen biológico, combinado con fragmentos de una religión “nacionalizada”, constituyen el criterio para la inclusión en el “pueblo judío”.
Y estos elementos originales están aún hoy en vigencia en Israel. Esta es la fuente verdadera del problema.
La colonización sionista reforzó esta forma de nacionalismo. En sus primeros estadios había realmente cierta vacilación acerca de los límites de la nación judía. Se previó en un momento incluir a los árabes presentes en Palestina, sobre la base de su propio origen “etno-biológico”. Pero tan pronto como los árabes comenzaron vigorosamente a oponerse a la colonización, la definición de la nación fue definitivamente re-enfocada bajo líneas etnocéntricas y religiosas. Criterios etnobiológicos no fueron mantenidos tan firmemente en todas las sociedades creadas a partir de colonización. (si este criterio dominó por largo tiempo las definiciones nacionales de la colonización de los puritanos en Norteamérica, los mismos fueron disueltos más rápidamente en las naciones establecidas en América Central y Sur, donde predominó el catolicismo) (8).
En Israel, los años 1960 vieron la expresión embriónica de una nacionalidad cívica. Pero luego de 1967, la posición subordinada de la totalidad de la población árabe entre el mar Mediterráneo y el valle del Jordán significó que la definición del “etnos” imaginario judío se volviera crecientemente estrecha.
El etnocentrismo judío ha continuado haciéndose más pronunciado en años recientes. El debilitamiento del mito territorial ha sido acompañado con el fortalecimiento del mito “étnico”. Los resultados de las últimas elecciones legislativas son una elocuente expresión de esta tendencia.
En paralelo, en el mundo occidental, la retirada de la clásica nacionalidad civil y el alza de formas cerradas de
comunitarianismo, ligadas con la globalización cultural y los trastornos de la inmigración, han envalentonado tendencias a un retiro hacia una exclusiva identidad judía. Ya sea religiosa o secular, tal identidad judía no es de ninguna manera censurable, y después de Hitler y el nazismo sería tonto e incluso sospechoso oponérsele.
Sin embargo, cuando esta identidad está vacía de experiencias espirituales, culturales o éticas, cuando conduce al aislamiento de los judíos de sus vecinos y conlleva la identificación de los mismos con el militarismo israelí y una política que tiende a la dominación de otro pueblo por la fuerza, hay lugar a preocupación.
Israel, en los albores del siglo XXI, se define a sí mismo como el Estado de los judíos y propiedad del “pueblo judío”. En otras palabras, de judíos viviendo en cualquier parte en el mundo, y no la posesión del conjunto de los ciudadanos israelíes viviendo sobre su tierra, por lo cual es apropiado definirlo como una etnocracia y no una democracia.
Los trabajadores foráneos y sus familias, despojados de ciudadanía, no tienen absolutamente ninguna posibilidad de ser integrados en el cuerpo social, incluso si han vivido en Israel por décadas; incluso si sus hijos han nacido allí y hablan solamente hebreo. Y respecto a esa cuarta parte de la población identificado por el Ministerio del Interior como “nojudío”, aunque tengan ciudadanía no pueden decir que Israel es “su” Estado.
Es difícil saber cuánto más los árabes israelíes, que representan el 20 por ciento de los habitantes del país, van a continuar tolerando ser vistos como extranjeros en su propia patria. Como el Estado es judío, y no israelí, cuanto más esos ciudadanos árabes se “israelizan” en términos de cultura y lenguaje, tanto más se vuelven anti-israelíes en sus posiciones políticas, un hecho que de ninguna manera es paradoxal.
¿Es realmente tan difícil imaginar que una de las próximas “intifadas” podría ocurrir, no en los territorios ocupados en la margen occidental del Jordán, que están sujetos a un régimen estilo apartheid, sino estallar en el mismo corazón de la etnocracia segregacionista, o sea, dentro de las fronteras israelíes de 1967?
Es todavía posible cerrar los ojos de uno a la verdad. Muchas voces van a continuar manteniendo que el “pueblo judío” ha existido por cuatro mil años, y que “Eretz Israel” siempre ha pertenecido a él.
Y sin embargo, los mitos históricos que una vez fueron -con la ayuda de una gran cantidad de imaginación- capaces de crear la sociedad israelí, son ahora fuerzas poderosas ayudando a elevar la posibilidad de su destrucción.
Shlomo Zand
Universidad de Tel Aviv, 2010
Traducción del inglés:
El negro Gómez
Coyoacán, México, 24 de diciembre del 2010
NOTAS
(1): Parece que Simón Schama, quien escribió que mi “libro fracasa en romper la conexión recordada entre la tierra ancestral y la experiencia judía”, malentendió mi análisis acerca de la afinidad histórica de los judíos con su Tierra Santa. Ver su comentario en el Financial Times, 13 de Noviembre, 2009.
(2): Ver por ejemplo Patricia Cohen, “Un libro llama al pueblo judío una invención”, New York Times, 24 Noviembre, 2009.
(3): Una excepción es Martin Goodman, quien ingenuamente adopta el mito sionista que explica el crecimiento demográfico de los judíos en la antigüedad sobre la base de que eran el único grupo que prohibía los abortos y no mataba a sus niños. Ver su comentario en “Secta and Natio”, Times Literary Suplement, 26 de febrero del 2010. Mucho más interesante acerca de este asunto es el artículo de Maurice Sartre “A-t-on inventé le peuple juif?”, Le Débat, Histoire, Politique, Société, 158, Enero 2010, 177-184.
(4) Esta es la razón por la que yo estuve bastante sorprendido por los críticos que me acusaron de ignorar el hecho de que académicos sionistas han conocido siempre y han escrito acerca de los Khazarios. Ver por ejemplo Israel Bartal, “Inventing an invention”, Haaretz, 6 de Julio 2008.
(5) Marc Bloch, Strange Defeat, New York: Norton, 1999,3.
(6) Ver la excelente crítica de Jits van Straten a los historiadores y demógrafos tales como Bernard D. Weinryb y Sergio DellaPergola en su artículo “Early Modern Polish Jewry: The Rhineland Hypothesis Revisited”, Historical Methods: A Journal of Quantitative and Interdisciplinary History Quarterly, 40:1 (2007), 39-50
(7) Ver, por ejemplo, Anita Shapira, “The Jewish People Deniers”, Journal of Israeli History, 28:1 (2009), 63-72
(8) En relación a que yo “ignoro la centralidad del nacionalismo de los colonos (judíos) para una comprensión del proyecto sionista israelí”, ver Gabriel Piterberg: “Converts to Colonizers?”, New Left Review, 2:59 (2009), 145-151